Tengo un historial de pura violencia con las paredes de mis hogares.
El primer recuerdo que tengo de una intervención es de los 10 u 11 años. Encontré una revista de moda y usé todas las páginas y cinta de papel para empapelar el espacio de pared al costado de la cama. Lo hice estando sola. Cuando Madre, amante de todo lo liso y prolijamente ordenado, vio el resultado de mi tarde de collage, casi se infarta.
Después de eso estuvo la habitación del departamento chico. Era una casa transitoria, adelante del departamento estaba en construcción la casa que ahora aloja a mis padres y hermana. Ahí pude desquitarme sin mucho griterío. Una de las paredes tenía tablitas de madera, eso fue mi equivalente de un panel de corcho. En una noche de rebelión adolescente, se me ocurrió pintar la puerta con mariposas (para tapar la multitud de calcomanías que había pegado unos meses antes). Siguió otra de las paredes. Esa se llevó el premio gordo: un mosaico de CDs, de esos que repartían gratis para instalar el programa de conexión a internet. Pegados con pegamento de silicona y decorados con glitter (era EL HORROR)
Lo último que hice ahí fue pintar la puerta con acrílico negro para usarla como pizarrón.
Una vez que estuvieron instaladas las ventanas en la casa en obra, arrastré mis pocas pertenencias a lo que iba a ser mi cuarto y me instalé. Con el piso de cemento, sin placard: la casa estaba en obra en serio. Y a mí no me importaba nada.
De a poco, terminaron la casa. Y cuando mi habitación toda blanca, con el piso clarito, los placards terminados y la cama grande estuvo lista, me fui de casa. Ni tiempo tuve de colgar nada.
La primera casa que compartí con Gaby era de una pareja de amigos. Nunca me animé siquiera a sugerir alguna intervención en las paredes.
Siguió Thames. Ahí me desquité. Compré un taladro y me pasé una semana haciendo agujeros para colgar boludeces. Thames quedó como un colador. Un cocoliche.
Cuando llegamos a Elcano, estaba todo tan lindo y nuevito que me dió pudor empezar a colgar cosas a diestra y siniestra. Me tomé mi tiempo. Y cuando me animé con el taladro, me encontré con todo tipo de problemas: ladrillos huecos, paredes finas y un dolor de cuerpo insoportable después de cada aventura (dolor de cuerpo que aún tengo, pero que en lugar de cansancio ahora se llama fibromialgia).
Eventualmente, encontré los clavitos Cuelgafácil. Y con esos colgué, con un poco mas de criterio que en las oportunidades anteriores, todo tipo de pieza textil, cuadro, cuadrito y guirnalda de grullas que se cruzara en mi camino.
Cuando nos fuimos, fue muy sencillo dejar todo en orden. Los clavitos hacen agujeros muy chiquitos, no rajan la pared, se sacan fácil...
Y cuando, por fin, nos instalamos en el actual departamento, no dudé ni un segundo en acercarme a la ferretería maravillosa que tengo a una cuadra y comprar exactamente 72 de esos clavitos mágicos (vendrían a ser 6 paquetes de 12)
En cuestión de una semana, ya tenía todo lo que quería colgar en su lugar.
Esta vez, cuando se me ocurra cambiar el orden de todo lo que tengo colgado, ya tengo listo el enduido y una mini espátula (y mas clavitos, obvio).
Todo eso reflotó en mi memoria a causa del último desafío de
Blad. Pero mi digresión sobre mis viejas paredes no sirven para participar, así que saqué fotos. De una pared. La que me parece tiene algún mérito.
La de los cuadros con triángulos.
Aquí van:
Los cuadros están al final del taller-living, justo arriba de la máquina de coser.
finalmente, conservé los tres cuadros que me gustaban y repinté los otros para que se no desentonaran.
Las hojas de oro son completamente adictivas. Quiero pegarlas en todas partes.
Basta de cháchara.
Au revoir!
Nota: estuve revisando el blog para poner links de posts en los que hubiera hablado de mis casa anteriores. Me aburrí de buscar. Pero están ahí, eh.